REVISTA ESCUELA JUDICIAL Nº 4 año 2023 - Sección 03. Perspectivas socio-antropológicas sobre la justicia

La eutanasia y el suicidio como ámbitos de libertades

Euthanasia and suicide as areas of freedoms

José Ignacio G. Pazos Crocitto[1]

Universidad Nacional de Córdoba

Resumen

El presente artículo procura relevar los elementos de la figura típica de la instigación y ayuda al suicidio. Analiza los fundamentos de punición de la misma y su vinculación con la figura de la eutanasia y propone una explicación alternativa respecto a la inviabilidad de su previsión penal atento a tratarse de un espacio de libertad no regulable normativamente.

Palabras clave: Suicidio – Eutanasia – Autodeterminación – Adiaphoria – Derechos subjetivos.

Abstract

This article tries to highlight the elements of the typical figure of instigation and aid to suicide. Analyze the foundations of its punishment and its link with the figure of euthanasia and propose an alternative explanation regarding the infeasibility of its criminal provision, considering that it is a space of freedom that is not regulated by law.

Keywords: Suicide – Euthanasia – Self determination – Adiaphoria – Subjective rights.

https://doi.org/10.59353/rej.v4i4.89

Fecha de postulación

27/03/2023

Fecha de aprobación

26/04/2023

Existe la tesis que entiende que el suicidio es contra ius, toda vez que, si las acciones de instigación y ayuda al suicidio son ilegales (art. 83 del Código Penal), la propia acción en que se participa debería serlo en igual medida (Bertolino, 1999).

Este argumento es posible desde la ética de inspiración religiosa, donde se apontoca la doctrina de la sacralidad de la vida y, por lo tanto, se condena el suicidio desde el hontanar teológico y moral. El catolicismo coloca el suicidio entre los actos intrínsecamente perversos (intrinsece malum)[2].

Por esta vena también se ha inclinado el iusnaturalismo perfeccionista, condenando el suicidio como violación fundamental de la vida, cuya tutela implica un principio moral inderogable (i.e. un absoluto moral); se reconoce una obligación de tipo “solidario” relativa a la suma de deberes que el hombre tiene para con la sociedad (v.g. deberes de ciudadano, trabajador, padre, contribuyente, et caetera) y que no puede dañar con su autoeliminación (Finnis, 1991).

La ilegalidad del suicidio, hoy, no se justifica de manera absoluta, según la perspectiva constitucional. Valle Muñiz (1996) afirma que:

si el texto constitucional no permite una interpretación del derecho a la vida incompatible con la dignidad humana, y si esta supone el rechazo de cualquier intento de instrumentalización, en aras de salvaguardar el libre desarrollo de la personalidad, es indudable que el sujeto puede disponer libremente de su vida, es indudable que el acto del suicidio es expresión del ejercicio de un derecho constitucionalmente amparado. (pp. 70-71)

Ahora bien, vinculado con ello ha de señalarse que el derecho argentino tampoco da cabida a ninguno de los supuestos de homicidio por eutanasia; la recepción –punible– de la ayuda al suicidio da cuenta de que nuestro país aún se halla asociado a ideologías conservadoras que entienden que la vida no es un bien del que pueda disponer su titular, y el suicidio no es un derecho fundamental, sino una libertad fáctica (Pazos Crocitto, 2012).

Esta perspectiva no es compartida aquí a la luz de las consecuencias que reporta, y que, a nuestro entender, son inaceptables. Vallini (2019), con acierto, ha sostenido que “la invitación a la ayuda a otros para que ejerzan dicha libertad [de suicidarse] debería, por principio, constituir un hecho apreciado por el ordenamiento” (p. 805; traducción propia).

Para nosotros, como se verá, es correcto aceptar la tesis que sitúa el suicidio en un espacio de libertad que el ordenamiento jurídico está obligado a reconocer. La conducta suicida, entonces, es una potestad (i.e. el ejercicio de un ámbito de libertad).

De forma similar, aunque más atenuada que nuestra postura, se ha dicho que:

Hay que descartar todo favor del ordenamiento jurídico en pro del suicidio, como lo sería llegar a calificarlo como un derecho: se trata de un acto ubicado en un espacio de incoercible libertad, pero no merecedor de aprobación ni de apoyo. Tal solución –conforme a una concepción personalista oportunamente templada por la ideología solidaria– implica una ejecutabilidad limitada de la pretensión suicida, que induce a colocarla en el ámbito de las potestades o, si se quiere, a considerarla un derecho “tenue”. (Seminara, 2011, p. 196; traducción propia)

Sostener el suicidio como el ejercicio de una potestad devenida de un ámbito de libertad significa que, por un lado, es viable establecer su absoluta legalidad, no en tanto que permiso legal, sino por inviabilidad de la fijación de su prohibición; por otro, se lo extrae de la “categoría ‘intermedia’ sin recurrir a un tertium genus connotado por una desaprobación moral del gesto suicida como ‘acto tolerado’” (Canestrari, 2022, p. 25).

El tratamiento jurídico de la participación en el suicidio ajeno y el debate sobre la eutanasia

El tratamiento jurídico de la ayuda al suicidio y, eventualmente, la eutanasia es un debate filosófico, jurídico-penal, social y político, que no tiene una respuesta satisfactoria en muchos ámbitos. Argentina no es una excepción.

La criminalización del auxilio al suicidio, sin procedimientos que establezcan excepciones para actos de eutanasia activa, choca frontalmente con la autonomía de la persona en lo relativo a la decisión en torno a cómo dejar vivir.

El debate político-jurídico respecto de esta cuestión es complejo. Sin ingresar en argumentos morales o religiosos, el debate en torno a la Ley Nº 26.529, reformada por la Ley Nº 26.742, se centró en los sistemas de salud-paciente, asegurando que el derecho del paciente ha evolucionado y surgido como una categoría a reconocer por el desarrollo de las tecnologías que generaron la medicalización de la atención y se ha dado en todos los ámbitos, público y privado.[3]

En resumen, se trata de un bien jurídico individual, del que es titular cada uno de los seres humanos en tanto viven. Conforme lo dicho, no existe vida más o menos valiosa. Cosa distinta es que el derecho –siempre desde una perspectiva naturalística– proyecte su ámbito de protección teniendo en consideración valores ético-sociales de cada sociedad (esto puede o no ser tenido en cuenta, contingentemente, por el legislador). Además, la protección no necesariamente debe hacerse de forma ilimitada, en tanto que no es absoluto el derecho a la vida del que dimana el bien jurídico (v.g. dar muerte en legítima defensa, entre otras posibilidades).

Si la vida es o no un bien jurídico disponible, es también un tema de debate sobre el que avanzaremos específicamente más adelante. El sustrato de este bien jurídico no se determina a partir de criterios normativos, “pero sí es cierto que estos aportan el ámbito o alcance de su protección jurídica, como no podía ser de otro modo” (Romeo Casabona, 2003, p. 16).

Político-criminalmente existen tres sistemas en torno a esto en los ordenamientos penales de occidente (Cancio Meliá, 2022): los que sancionan el auxilio al suicidio (v.g. Código Penal argentino); los que prevén un derecho al suicidio asistido (v.g. Código Penal suizo); los que permiten a modo de excepción la asistencia al suicidio de otro en supuestos de crisis médicas generadoras de grandes sufrimientos (v.g. la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia española, de 2021).

Con ajuste a la primera tesis, se introduce la idea de que la declaración constitucional de que todos tienen derecho a la vida[4] es un argumento inobjetable, según Rodríguez Mourullo (1982), para asentar la prohibición del suicidio (y de la eutanasia), pues el derecho a la vida sería una garantía frente al Estado, que obligaría a este a respetar y proteger la vida de todos; pero, en cambio, no tendría esta garantía el sentido de engendrar a favor del individuo la facultad de libre disposición de su propia vida, de manera tal que pueda consentir válidamente su muerte.[5] De ahí que se sancione este tipo de conductas y ello no sea anticonstitucional.

Contrariamente a ello, y apontocada en la segunda tesis, Bustos Ramírez entiende que el derecho a la vida, en tanto que garantía constitucional, en ningún caso podría limitar la voluntad del sujeto. El deber del Estado es favorecer la vida, mas no impedir la libre disposición por su titular, hecho que se ve confirmado por la irrelevancia jurídico-penal del suicidio. Por ello, sostiene que “no se puede influir sobre la conciencia del sujeto respecto a tal disponibilidad. Más aun, la criminalización de tales influencias no sería sino una consecuencia del planteamiento constitucional que el Estado tiene que propiciar la vida” (Bustos Ramírez y Hormazábal Malarée, 2006, pp. 90-91).

Canestrari (2022) argumenta que el suicidio es una libertad, no un derecho constitucional, pero que no provoca en absoluto que exista una obligación general para el Estado de no criminalizar el auxilio al suicidio. Y, por esta vena, distingue político- criminalmente el auxilio al suicidio no eutanásico (suicidios provocados por “heridas del alma”) de la eutanasia (situaciones de “cuerpos prisioneros”, en las que se halla vinculado el actuar médico). En el primer campo, entiende, las dificultades de verificación de la existencia de un verdadero suicidio (i.e. libre y responsable) respaldan la criminalización del auxilio al suicidio; en el segundo supuesto, postula que ha de haber algún margen para permitir la asistencia. Sostiene que la ayuda al suicidio y el suicidio médicamente asistido “no son gemelos siameses ni tampoco hermanos; son solamente parientes que se rebelan ante una ‘convivencia forzada’” (p. 18).

Por nuestra parte, entendemos que la vida es un bien libremente disponible por su titular. En consecuencia, el suicidio es un acto libre y jurídicamente no desaprobado. En palabras de Cobo y Carbonell Mateu (1988), el hombre es un fin en sí mismo y, por tanto, “bajo ningún concepto es susceptible de instrumentalización de clase alguna”; apuestan a la preeminencia del derecho a la libertad bajo la férula del más absoluto respeto al principio de autonomía de la voluntad:

Situa[ndo] la libertad en la cúspide [de] los valores, [para] asumir el criterio liberal de que todo ciudadano tiene derecho a hacer cuanto quiera, incluso morir, sin mayores limitaciones que las derivadas de la libertad ajena, y por encima de prejuicios culturales o ético-sociales de cualquier índole. (pp. 548-549)

Por esta vena, el derecho a la vida ejerce una función garantista, de acuerdo con la normativa superior mencionada. Ello, sin embargo, nada nos dice sobre el alcance de esa protección jurídica. Es precisa su articulación normativa con los demás derechos y libertades constitucionales. Como el fundamento del orden político y social es el de la dignidad de la persona (art. 11 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos), los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad han de iluminar la intelección y alcance de las restantes garantías. Ninguna actividad del Estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana.[6] Esto implica que el derecho a la dignidad es el valor más importante a respetar, está por sobre la potestad estatal y el Estado no puede vulnerarlo ni restringirlo. El concepto de dignidad inherente fue definido por la Corte IDH como aquella inseparable, por su naturaleza, del ser humano, pues el derecho a la dignidad lo tiene el hombre por su condición de humanidad. Esta afirmación es intuitivamente verdadera, por lo que no necesita ser probada.

La dignidad de la persona se configura como un principio dinámico que articula y sistematiza todos y cada uno de los derechos fundamentales. Por ello, el texto constitucional no permite una interpretación del derecho a la vida incompatible con la dignidad humana, y, si esta supone el rechazo de cualquier intento de instrumentalización en aras de salvaguardar el libre desarrollo de la personalidad, es indudable que el sujeto puede disponer libremente de su vida, y, consecuentemente, el suicidio es expresión del ejercicio de un derecho. Valle Muñiz (1996) sostiene que es un derecho constitucionalmente amparado. Para nosotros nada tiene que decir aquí el derecho: es un espacio de acción no prohibido.

Desde una concepción naturalística, y también normativa, tanto quien proporciona una sustancia letal a un suicida como quien se la suministra está cooperando en la materialización de la decisión del suicida de poner fin a su existencia, evidentemente con diversa intensidad en la aportación material del hecho; mas en ningún caso parece posible configurar una posición de autoría en un delito de homicidio. En consecuencia, el suicidio aparece como el presupuesto típico ineludible de las conductas que tienen al propio sujeto, y no a un tercero, disponiendo de su vida.

La causación de la muerte se configura como un hecho propio, no como un hecho ajeno aceptado.

Ahora bien, en el auxilio ejecutivo, el dominio del hecho por el suicida no puede interpretarse como la capacidad de interrumpir el curso causal puesto en marcha por el tercero. Tal restricción del concepto de suicidio no se compadece con una interpretación teleológica del tipo y, en honor a la verdad, no es mantenida por ningún representante de [la] doctrina. En realidad, si con dominio del hecho nos queremos referir al control de la ejecución, en el caso del suicidio, este se dará cuando el suicida mantenga en todo momento la propiedad sobre la decisión de su muerte. (Valle Muñiz, 1996, p. 702)

Lo dicho nos permite introducir la conducta eutanásica en el contexto del suicidio consentido para el análisis que nos proponemos. No se nos escapan las diferencias epistémicas, pero a los fines aquí procurados esta equiparación es factible.

En el Código Penal nacional, la eutanasia no encuentra regulación expresa, esto así, porque el homicidio es siempre considerado un delito más allá de los motivos implicados en la conducta, que, como es el caso, halla fulcro en atenuar el dolor ajeno (i.e. dar muerte a otro es siempre delictivo para nuestra legislación, sea cual fuere el motivo).

Hay, sin embargo, regulación sobre un aspecto emparentado: el suicidio. Además, a los fines de evitar problemas éticos, y en pro de receptar el principio de autonomía de la persona, la legislación argentina ha regulado aspectos marginales al respecto a través de la Ley Nº 26.529, reformada por la Ley Nº 26.742.

Roxin (1999), con acierto, aproxima la eutanasia al suicidio cuando sostiene: “Por eutanasia se entiende la ayuda prestada a una persona gravemente enferma, por su deseo o por lo menos en atención a su voluntad presunta, para posibilitarle una muerte humanamente digna en correspondencia con sus propias convicciones” (parr. 1).

El autor destaca que ha de distinguirse la eutanasia en sentido amplio y en sentido estricto. La eutanasia en sentido estricto existe cuando la ayuda es suministrada después de que el suceso mortal haya comenzado, por lo que la muerte está próxima con o sin tal ayuda. La eutanasia en sentido amplio se presenta cuando alguien colabora con la muerte de una persona que, en realidad, podría vivir todavía por más tiempo, pero que quiere poner fin –real o presuntamente– a una vida que le resulta insoportable por causa de una enfermedad. Es una muerte piadosa que se da a los enfermos cuya curación se tiene por imposible y cuando se encuentran sometidos a sufrimientos que los recursos de la ciencia no pueden suprimir ni paliar. Lo que ha de estar claro es que este tipo de conductas no puede asimilarse a los casos de homicidio agravado por alevosía, ni a los de eutanasia económica o eugenésica (Pazos Crocitto, 2012).

Ahondar en cada supuesto supera nuestra propuesta, pero de manera amplia es factible sostener que los diversos supuestos que pueden introducirse en la clasificación mencionada pueden reconducirse a la modalidad más amplia de asistencia al suicidio, siempre que nos hallemos frente a situaciones consentidas por el agente. Si las conductas se realizan en contra de la voluntad del paciente, se abre un espectro de posibilidades: desde sostener que la acción será típica de lesiones (arts. 89, 90 y 91 del Código Penal), al ser un ataque contra la integridad física del sujeto pasivo; o que la acción estará justificada por el estado de necesidad; o bien que será atípica por cumplimiento de un deber, ya que, de negarse el médico a prestar asistencia, sería pasible de abandono de personas (art. 106 C.P.), a partir de su posición de garante; o en su defecto habrá una omisión de auxilio (art. 108 del Código Penal); et caetera (Pazos Crocitto, 2012).

Aun ciñendo el ámbito de operabilidad de la eutanasia a supuestos en que una persona presenta un cuadro clínico irreversible (i.e. enfermedades incurables con padecimientos físicos o psíquicos insoportables), es preciso destacar que estas conductas pueden responder a los deseos expresos del paciente, o bien a otro tipo de consideraciones (v.g. respeto a la dignidad del sujeto, argumentos clínicos, et caetera); al ser el consentimiento del sujeto –o, si se quiere, su petición expresa– esencial en la labor de tipificación penal, la distinción debe reducirse a las hipótesis acerca de si este proceder fue voluntario o involuntario.

El suicidio. Su historia y la regulación penal argentina

La Edad Media ostentaba un pensamiento que visualizaba el suicidio como tabú, marcando, por esta vena, un quiebre con la Antigüedad Clásica. La prohibición relativa al suicidio era absoluta y se sumaba a las sanciones de tipo social y religioso. Por un lado, san Agustín de Hipona (354-430), sustentándose en las Sagradas Escrituras y el V Mandamiento (“No matarás”), sostenía que la prohibición de dar muerte se dirigía a cualquier ser vivo, no solo al prójimo, e incluía el darse muerte a sí mismo. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) aditaba a tal argumento la idea de que el suicidio atentaba contra la ley natural y contra Dios en clave aristotélica, en tanto implicaba un daño a la comunidad. En breve, el suicidio generaba dos males: un pecado y un perjuicio social (i.e. se vulneraba con la misma conducta a Dios, a la comunidad y a sí mismo). En este período es destacable recordar que se sancionaba bifrontemente al suicida: ensañándose con sus restos y confiscando sus bienes. Paradójicamente, el suicida fallido solía ser condenado a muerte.

De allí que la no punibilidad del suicidio sea relativamente reciente. Bentham (2005) rechazaba que se introdujera esta conducta dentro de los delitos contra la población, pues no tiene influencia perceptible sobre ella: “La población depende únicamente de los medios de subsistencia, y se aumenta o disminuye con ellos” (p. 70). Por ello, la colocaba dentro del espectro de los delitos contra sí mismo, y concluía que “someterlos a penas sería hacer con las leyes un mal mucho mayor que el que se quería prevenir”, pues son actos que desdibujan los límites que separan “la moral y la legislación” (p. 62). La importancia de su estudio, sostenía, era para mostrar cuáles delitos no merecían ser sometidos a la severidad de las leyes.

Beccaria (1965) justificaba la inutilidad de su sanción en la convicción de su ineficacia disuasoria. Carrara (2010), con su claridad sin par, examinaba el derecho innato inalienable a la vida y concluía que esa inalienabilidad era problemática, pues aparejaba un deber del hombre hacia sí mismo:

es peligroso andar por esta línea, porque establecido como principio que la sociedad tiene un derecho sobre la conservación de mi vida aun contra mi voluntad, de ello se deduciría inevitablemente la consecuencia del derecho de la sociedad de castigar la intemperancia, y hasta la misma emigración. En virtud de esta observación, el suicidio o el consentimiento a la propia muerte, aunque pecado gravísimo, nunca podría declararse delito. (p. 163)

Más allá de estas perspectivas religiosas, la causa de la impunidad del suicidio es el suicidio mismo. Quien se priva de la vida impide con su acto cualquier medio represivo contra su persona. En la tentativa de suicidio es también estéril la represión, pues produciría el efecto contrario a las finalidades perseguidas a partir de una sanción. Por ello, en las legislaciones positivas de occidente el suicidio o su tentativa son impunes.

El individuo, como miembro integrante de la sociedad, tiene derecho a disponer de su propia vida. Sin embargo, opiniones como las de Eberhard Schmidhauser han sostenido que el hombre tiene obligaciones frente a la sociedad, como son las deudas de carácter civil, las obligaciones familiares e incluso las laborales; estas cargas le impiden gozar de una disponibilidad absoluta de su vida (Díaz Aranda, 1997).

Las obligaciones frente a terceros, entendemos, no pueden devenir el fundamento para imponer a los individuos el deber de vivir. Sostener lo contrario implicaría instrumentalizar al ser humano como medio de alcanzar fines sociales y no como fin en sí mismo. Sería una concepción utilitarista o colectivista del ser humano.

Merkel (2004) ha señalado que no hay contradicción en dejar impune al suicida, mientras se impone pena a la tercera persona que da muerte a otro de acuerdo con la voluntad de él: no hay inconsecuencia en ello pues

el perjuicio causado a intereses protegidos por el Derecho puede tener un carácter psicológico completamente distinto, cuando ese perjuicio parte del mismo individuo a quien tales intereses pertenecen, que cuando provenga de un tercero, aunque dicho perjuicio sea causado con la aprobación del interesado; por lo que en el primer caso es posible que el castigo sea inútil o hasta dañoso, en tanto que en el segundo es conveniente. (p. 172)

En Argentina, el artículo 83 del Código Penal aborda el tratamiento jurídico penal de conductas de instigación y cooperación en el suicidio ajeno. El suicidio, como elemento típico ineludible de esta figura, supone una delimitación tajante con las modalidades homicidas. Y en ello subyace precisamente lo problemático del tipo penal: se sustituye la tutela del derecho a la vida por la protección de una vida no deseada por su titular.

El precepto otorga una relevancia relativa al derecho a la libre disponibilidad de la propia vida (Valle Muñiz, 1996). Nada puede obviar que la conducta suicida es atípica para el derecho argentino, sin embargo, alguna doctrina, a partir de la conminación penal de la instigación y ayuda al suicidio, ha sostenido el carácter antijurídico de este último:

Siendo la vida humana un bien jurídico indisponible, sin embargo no resulta punible la conducta de quien se decide matar por cuestiones de política criminal, a fin de no devaluar dicho interés jurídico, es que se prohíbe penalmente que terceros coadyuven a tal decisión, pues las relaciones humanas se basan en el fiel respeto por los valores superiores; todo lo contrario, los individuos deben de buscar persuadir al potencial suicida para que abdique en tan drástica determinación. (Peña cabrera Freyre, 2008, p. 158)

Es claro que mantener la antijuridicidad del suicidio en una legislación donde tal conducta es atípica no es de recibo. De allí que Levene (h) (1977) sostuviera, procurando una adecuación en este plano de extrañezas:

en nuestra ley vigente, el suicidio no es delito, y la instigación al suicidio, por lo tanto, se incrimina como delito per se, porque no se coopera a un delito, sino que esa simple actividad es un hecho ilícito, ya que el suicidio no lo es. (p. 140)

Sea como fuere, el artículo 83 del Código Penal castiga la inducción y la cooperación necesaria en el suicidio ajeno, que se distingue de los casos de homicidio simple (art. 79) y calificado (art. 80), en cuyos supuestos quedan incluidos los actos ejecutivos orientados teleológicamente a la muerte de otro. La vida no deseada por su titular se configura como bien jurídico protegido, por tanto, se relativiza considerablemente el valor del derecho a la disponibilidad de la propia vida. Asimismo, no se da respuesta autónoma a ninguna hipótesis de eutanasia.

En esta figura penal se prevé el castigo para la inducción y determinadas formas de cooperación en el suicidio de una persona. La presencia de un suicidio, por tanto, delimita las diversas hipótesis frente a los supuestos de homicidio, y dota de autonomía y especificidad a lo injusto de los tipos relacionados con el suicidio. El legislador aquí elevó a delito autónomo lo que no son sino formas de participación en un hecho ajeno (Donna, 2001).

El suicidio es un acto eminentemente personal que realiza el propio suicida en el sentido de “quitarse uno mismo la vida”, lo que implica que es necesario que el sujeto controle en todo momento el proceso de producción de su muerte (que mantenga el dominio del hecho) (Torres y Pazos Crocitto, 2016); o, por el contrario, basta para calificarlo como tal la manifestación de la voluntad de morir (Díaz y García Conlledo, 2002; Méndez de Carvalho, 2009). A lo dicho se suma una serie de baremos a tener en cuenta, que aparejará un concepto más amplio o restringido de lo que se entiende por suicidio e impactará en la caracterización jurídica que se realice de la intervención de terceros en estas conductas: acerca de si el suicidio abarca conductas activas por parte del sujeto activo (el suicida) o también omisivas;[7] en torno a la capacidad requerida al sujeto activo (el suicida) para caracterizar su acto como suicidio;[8] y, finalmente, si existen también diferencias a la hora de exigir una voluntad directa o eventual de perseguir la muerte.

La conducta del suicida precisa de un despliegue de autoría y que no sea este utilizado a su vez por otra persona como instrumento, pues en este último caso, aunque en ocasiones quizá cupiera hablar de suicidio, la persona que utilizara a la víctima como instrumento sería autor mediato de un homicidio y no partícipe en un suicidio –en este sentido, se puede decir que el hecho del suicida ha de ser libre y responsable, a fin de que las conductas de terceros intervinientes sean de participación en él– (Álvarez García, 2010; Corcoy Bidasolo y Gallego Soler; Méndez de Carvalho, 2009). A ello hay que añadir la nota de que la propia muerte se realice al menos con dolo eventual.[9] Como consecuencia de esta caracterización, la participación en el suicidio se diferencia de otras figuras como el homicidio consentido o incluso a petición de la víctima en que en estas quien determina positivamente la muerte –quien posee el dominio del hecho, quien es autor de la muerte, quien mata– es el tercero y no el que muere (Torres y Pazos Crocitto, 2016).

Por ello es tan complejo determinar aquí el bien jurídico en juego, toda vez que el suicidio es, desde el hontanar conceptual, el “homicidio de sí mismo”; es un ataque a la vida, pero del cuerpo de uno mismo.

Desde el hontanar de las pautas político-criminales adoptadas en el tratamiento penal de la participación de terceros en el suicidio, esto implica situar el límite al derecho a la libre disponibilidad de la propia vida en la intervención de terceros. Sin embargo, es indudable que las conductas de cooperación en un acto lícito libremente asumido por el titular de la vida no deseada no deberían merecer reproche penal. Presentes las garantías, cautelas y requisitos necesarios para asegurar la auténtica naturaleza suicida de la decisión, la opción por criminalizar estas conductas no es más que el soslayamiento de la efectiva vigencia de derechos constitucionales de primer orden: en breve, de nada sirve reconocer el derecho a la dignidad de la persona, que se engarza con la autodeterminación del individuo, si posteriormente se cercena su libre ejercicio y, peor aún, se imponen deberes especiales de actuación contra la ejecución de la propia muerte.

Derechos y deberes

Es conocido el esquema de pensamiento de Hohfeld (1968) en torno a que entre derechos (de alguien) y deberes (de otro u otros) existe una correlación. Sin embargo, es relativamente simple advertir que, mientras los derechos son siempre correlativos a determinados deberes, los deberes no son siempre correlativos a determinados derechos. Es posible establecer normativamente obligaciones y prohibiciones que no tienen carácter relacional, es decir, que no son en favor de nadie. En esos casos, de la obligación o la prohibición no se deriva pretensión o potestad alguna; sin embargo, supone una restricción normativa sobre la conducta del sujeto, una limitación de su libertad de actuar, es decir: una situación de deber. Este tipo de deber no es relacional y no es, por tanto, correlativo de un derecho ajeno. Por esta vena, Sumner (1987) ha indicado que: “La noción deóntica simple de un deber es, en contraste [con la de Hohfeld], no-direccional y por tanto no-relacional” (p. 24).

Por el contrario, los derechos –para la mayoría de la doctrina– sí parecen ser, en todo caso, correlativos de deberes, lo cual supone que el concepto de derecho subjetivo designa una situación más compleja que la de deber.

Hart (1955) niega la correlación también para el caso de los derechos, dando como ejemplo el supuesto de dos personas que encuentran un billete en la calle: ambas tienen derecho a recoger el billete y hacerlo suyo, pero ninguna de ellas está obligada a permitir a la otra que lo recoja.

Feinberg (1980) también ha negado la correlación de un derecho con un deber, con un argumento distinto: explicando el significado que tiene el término “derecho” cuando se invoca para satisfacer necesidades en condiciones de escasez. Sostiene: “Estamos abocados a concebir un derecho como un título a determinado bien, pero no como una reclamación válida contra cierto individuo particular” (p. 153).

En estos casos, frecuentes en el lenguaje político, un derecho significa una urgencia moral pero no una reclamación válida contra nadie, y, en este aspecto, no precisa ser correlativo con el deber de otro. En dichos supuestos, Feinberg entiende que se utiliza el término derecho manifesto sense.

Nosotros hemos sostenido oportunamente que existen derechos no correlativos a ningún deber. Este es el caso de las conductas jurídicamente adiaphoras (i.e. conductas que el derecho no regula; son permisos por ausencia de constreñimiento, en nuestra terminología) o de las conductas expresamente permitidas pero no protegidas (son permisos expresos del derecho, como derrotabilidades frente a prohibiciones específicas).

La teoría de la voluntad, cuyo representante más destacado fue Bernhard Windscheid, sostiene que un derecho subjetivo jurídico es siempre un poder de la voluntad protegido jurídicamente, por lo que el contenido del derecho es siempre disponible para su titular. Aun siendo la teoría más extendida en el ámbito de la dogmática jurídica ha tenido que afrontar ciertas objeciones entre las que destacan dos: el pacífico reconocimiento jurídico de la titularidad de derechos subjetivos a seres humanos incapaces, como los infantes o los enfermos o deficientes que no pueden gobernarse a sí mismos, objeción que suele resolverse recurriendo al dudoso argumento de la interposición de la voluntad de un representante, y la todavía más insalvable del pacífico reconocimiento jurídico de ciertos derechos inalienables –y, por tanto, indisponibles para su titular como son los llamados derechos de la personalidad. Puesto que “los derechos de la personalidad se consideran tradicionalmente innatos, esenciales a la persona, intransmisibles, irrenunciables e imprescriptibles” –señalan Diez Picazo y Gullón (1997, 327)– “[d]e estas características se desprende que en ellos sufre una notable restricción el radio de acción de la autonomía de la voluntad”. Como consecuencia “[p]ara los cultivadores del Derecho público, los derechos de la personalidad presentan una problemática distinta de la que poseen para los del Derecho privado. Aquéllos ponen el acento en la fundamentación ética, filosófica y política de tales derechos, mientras que los últimos hacen denodados esfuerzos para encajarlos en las categorías tradicionales en que siempre se han desenvuelto en el estudio de los derechos patrimoniales, concretamente en el derecho subjetivo, entendido como poder jurídico reconocido o concedido por la norma jurídica... Pero, sise aplica la categoría de derecho subjetivo a los derechos de la personalidad, la oscuridad se presenta de inmediato” [...] Las teorías voluntaristas sostienen que el elemento que define un derecho subjetivo es, en todo caso, la voluntad o discreción del titular con relación al contenido del derecho. En este aspecto cualquier libertad protegida constituye, en un sistema normativo dado, un derecho subjetivo; sin embargo, una pretensión, una potestad o una inmunidad sólo constituyen un derecho subjetivo si van acompañadas de la atribución a su titular de la libertad de ejercitar o no ejercitar su contenido. (Hierro, 2016, pp. 142-143)

En este sentido, hay que entender que una persona, en tanto agente moral, tiene, en lo relativo a la autodeterminación sobre su propia vida, un derecho discrecional activo, i.e. una libertad completa para realizar una acción o una actividad o una potestad de libre ejercicio sobre la conducta de otro u otros; el titular es libre de ejercer o no ejercer el derecho y es libre de renunciar a su protección en caso de violación (Atienza, 1985).

Si un derecho moral básico de todos los seres humanos es de este tipo y, por su relieve moral, lo consideramos irrenunciable e imprescriptible lo que ello supone es que ningún ser humano puede renunciar o enajenar la condición de titular del derecho, aunque voluntariamente pueda no ejercerlo nunca, o bien renunciar o enajenar su ejercicio en situaciones concretas, o bien renunciar a reivindicar su protección o la reparación por su violación cuando se haya producido. (Hierro, 2016, p. 146)

El problema estriba en que el derecho a la vida es visto no como un derecho discrecional activo, sino como un derecho obligatorio activo, según el cual estamos de cara a un derecho a realizar determinada acción o actividad (o a ejercer determinada potestad) que es obligatoria para el titular y, en consecuencia, el titular no puede dejar de ejercer o disfrutar ni puede renunciar a reclamar contra su violación. De ello se colige que no son renunciables, de tal modo que los demás no pueden privar al sujeto de su ejercicio y disfrute pero pueden obligarlo a disfrutarlo.

Conclusiones

Asiste razón al Tribunal Constitucional de Alemania (Bundesverfassungsgericht) en cuanto entiende que “el derecho a la autodeterminación de la muerte” (Recht auf selbstbestimmtes Sterben) es un “derecho al suicidio” sobre la base de una decisión libre y consciente. Ello no se puede circunscribir a una determinada condición de salud, a una cierta fase de la vida ni a una revisión de los motivos del posesor de la vida, lo que apareja “asimismo la libertad de buscar la ayuda de terceras personas para ese fin, así como de recibir tal ayuda, en caso de que le haya sido ofrecida” (en Canestrari, 2022, pp. 46-47).

La decisión autorresponsable es un auténtico espacio de libertad tanto horizontal (i.e. no requiere la existencia de patologías o situaciones vitales específicas), como vertical (i.e. la posibilidad del individuo de pedir y recibir ayuda para dicha finalidad).

Yendo más allá, la libertad de elegir la muerte propia debe pertenecer a la esfera de la más exclusiva intimidad de la persona. Cualquier injerencia externa sobre esa decisión, es un avance sobre la libertad del individuo que debe ser sancionable –solo si acaece la muerte–.

Aun admitiéndose lo anterior, se debe progresar más en esta construcción. La vida no puede hallarse como un bien jurídico huero de toda conexión, precisa de una interpretación conjunta con el principio de dignidad de la persona. En línea con esto, la calidad de vida puede ser un baremo que permita dividir un caso factible de eutanasia de los que no se pueda proceder. Ello deberá resolverse en lo concreto, no puede construirse una regla abstracta. En países laicos como la Argentina, el in dubio pro vita no puede convertirse en una obligación de vivir en cualquier condición, debe interpretarse según parámetros de calidad de vida y legitimarse en el consentimiento del paciente (Pazos Crocitto, 2012).

El suicidio debe rodearse de una cualidad de no prohibido (unverbotenheit). Que el ordenamiento jurídico regule los actos de autocausación de daños repugna a una concepción antropológica del Derecho. Periclita en un plano de indistinguibilidad entre la concepción del hombre como sujeto o como objeto normativo.

En rigor, no puede ser responsabilizado penalmente quien posibilita la muerte libre de otra persona que padece graves sufrimientos y quiere acabar con su vida, poniéndole a su disposición veneno o una pistola.

Debe quedar claro que la impunidad del tercero únicamente tiene lugar en un suicidio “responsable”. De este modo, quien proporciona ayuda a una persona aquejada de psicosis con peligrosas tendencias suicidas es siempre castigado como autor de un homicidio. La cuestión es, entonces, cuándo hay suicidio “responsable”. La discusión se halla dividida entre los que postulan la inculpabilidad y los que se remiten a los principios que rigen la eficacia del consentimiento.

El homicidio a petición es punible bajo cualquier circunstancia en Argentina. Se trata de una conducta dirigida a un acortamiento de la vida consistente en un hecho comisivo en el que se posee el dominio del acto que inmediatamente conduce a la muerte. La participación en el suicidio ajeno también es punible, a partir de la regla fluyente del artículo 83 del Código Penal.

Entendemos que, de lege ferenda, debe construirse una despenalización del homicidio a petición. Aunque no está de más señalar que el suicidio representa en el derecho penal de nuestro tiempo una conducta atípica (i.e. no descrita por la ley):

Sin embargo, ora estemos ante Códigos que silencian por completo la cuestión, ora se trate de textos que castigan epifenómenos suyos, o sea, actos de participación en una conducta principal atípica, primero hay que resolver el problema de si el suicidio pertenece a la esfera de lo jurídicamente adiáforo o si el Derecho se ocupa de algún modo de él, permitiéndolo o prohibiéndolo. (Guzmán Dálbora, 2010, p. 26)

Parte del penalismo contemporáneo niega que exista un derecho a la muerte, pero asume al mismo tiempo que la real facultad de que un individuo se la procure desbordaría el terreno del derecho, restando así en el plano de lo jurídicamente adiaphoro.

Siendo así, la pertenencia del suicidio al terreno de la ética no parece incompatible con que el Derecho deba reputarlo como un acto lícito, siempre y cuando se mantenga dentro de aquellas fronteras, como quiera que su licitud está subordinada a la práctica directa por el propio interesado. Todo lo cual, por último, viene a coincidir con la constatación de que “si es verdad que la vida es el presupuesto natural de todos los valores humanos, la traducción en términos jurídicos de este principio no tiene correspondencia con la afirmación de que existe un deber jurídico de vivir o que continuar con vida sea una obligación” (F. Ramacci). (Guzmán Dálbora, 2010, p. 27)

Para Jakobs (1996), en lo que hace a la eutanasia y el suicidio, la prohibición debe abarcar únicamente muertes irracionales. Siendo racional el deseo de morir de una persona, su derecho a la autodeterminación debe respetarse de la misma forma que en la eutanasia indirecta o en la pasiva. La plataforma desde la que parte Jakobs estriba en que “el individuo se debe a la comunidad, pero sólo mientras vive; en cambio, no está obligado frente a la comunidad a vivir” (p. 7). No discute la indisponibilidad de la vida desde la moral o la religión, sino que ello no puede fundar una norma penal. “Sobre el suicidio y sobre el consentimiento en el homicidio, cada individuo ha de decidir por sí mismo. Esto no es asunto del Estado” (ibid.).

Objeciones a la postura que esgrimimos se observan en tesis como la de Canestrari (2022), pero ello se debe a un examen de circunstancias no atendibles, como ser la “psicología de lo profundo” relativa al suicida, la “tragedia” psicoanalítica atravesada, la “enormidad” de un gesto autoaniquilatorio o el atravesamiento “emocional” o incluso “económico” íntimo. Por ello, el autor releva la importancia del nexo entre “padecimientos del alma” y “sufrimientos del cuerpo” como baremos condicionantes de la autodeterminación de una solicitud de asistencia a morir. Todo ello, vinculado al sufrimiento íntimo y psicológico, pero en modo alguno analizable desde el hontanar de la autodeterminación normativamente garantizada. Además, es una forma elíptica de reintroducir el debate jamás zanjado en torno a la libertad o el determinismo encorsetados por un pensamiento psíquicamente condicionado, cuestiones que el derecho no debería abordar. Lo jurídico no puede menos que recoger lo que observa de lo humano y no algo que directamente no es humano. Por ello, el indeterminismo no puede ser entendido antropológicamente de otro modo que como autodeterminación, y jamás como un ámbito de libertad absoluta, humanamente inconcebible (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002). La autodeterminación es un ámbito o catálogo de posibles conductas de una persona en una situación constelacional dada. No puede el derecho penetrar el ámbito de libertad decisoria de un individuo. El catedrático de la Universidad de Bolonia, a los fines de adecuar su tesis, introduce un estándar preocupante que adita al consentimiento. Así, “ante una petición formulada por razones de mero padecimiento psíquico” entiende que el consentimiento ha de ponderarse en su validez evaluando los “desgarros del alma”, y, en un giro que entendemos inadecuado, sostiene que:

La legalización de la asistencia al suicidio como manifestación de la autodeterminación toutcourt, prescindiendo de condiciones patológicas previas, lleva a una afirmación abstracta de la dignidad de la decisión suicida como forma de afirmación de la persona. Se trata de una articulación de la dignidad en términos objetivos que sirve para absolutizar el valor de una dimensión abstracta. (Canestrari, 2022, p. 92)

En rigor, para nosotros implica precisamente lo contrario, vaciar el concepto de dignidad de elementos exógenos que la llevan a periclitar en eticidades o psicologismos inatendibles en su normatividad conceptual.

La eticidad en sí misma ya no es un fin del Estado, y per definitionem no puede serlo en un Estado que garantiza a través de derechos fundamentales el pluralismo y el individualismo. “Queda claro que el Estado ya no dispone del material con base en el cual puede enjuiciarse un suicidio. No puede enjuiciarse si un suicidio es racional o irracional” (Jakobs, 1996, p. 18).

Entendemos que cabe situarse en el polo opuesto, coligiendo la vida como un derecho vinculado a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad, que incluye en su amplio contenido el derecho a disponer de la propia vida por su titular. De esta forma, no solo el suicidio sino también la eutanasia activa directa serían manifestaciones del ejercicio legítimo de un derecho. La eutanasia debería representar un espacio de libertad, una adiaphoria (i.e. un espacio no regulado jurídicamente). Con esto entendemos que tampoco puede interpretársela como un permiso débil. Dicho de otra forma, el legislador no tiene las puertas abiertas para incriminar la eutanasia activa directa en atención a difusos intereses públicos, ni tampoco puede despenalizarla otorgando un permiso legal (i.e. una causal de justificación).

Tanto la eutanasia pasiva como la activa forman parte del derecho a tomar decisiones que se hallan en el acervo que capta la integridad personal y la autodeterminación del individuo. Reconocer un derecho a cualquier persona que quiera morir no debe conducir a espanto. Quienes rechazan esta tesis deben recurrir al paternalismo estatal solapado tras rótulos y etiquetas fraudulentas.

El argumento de la dignidad de la persona suele utilizarse de forma bifronte, ya sea para sostener a ultranza el mantenimiento de la vida –aun contra la voluntad de su titular– o para admitir la autodeterminación del agente. Dicho de otra forma, el argumento de la dignidad es una herramienta tan flexible que es utilizada tanto por los detractores como por los partidarios de la eutanasia. Lo cierto es que es una figura axiológicamente abierta que se halla en permanente proceso de construcción. Su progresividad epistémica, entendemos, debe coronar en el reconocimiento de la total autodeterminación, y no a la inversa. Las únicas restricciones que pueden derivarse de este principio son respecto de las injerencias –no deseadas– de los terceros hacia el agente (v.g. torturas, trato indigno, vejaciones, et caetera).

El temor al peligro de la instrumentalización ideológica de la dignidad, o las dificultades de su conceptualización, no deben llevar a una restricción de dicho principio.

El derecho a la vida es, desde esta perspectiva que hemos presentado, un derecho discrecional activo. El derecho a la autodeterminación en este ámbito implica que a cada uno se le ha de dejar decidir si quiere indicar que no desea tratarse más médicamente para contrarrestar una enfermedad o lesión, o, sin más, si quiere zanjar la continuidad de la propia vida.

Ya señalaba con acierto Durkheim (2008) que, si hemos renunciado a prohibir legalmente el suicidio, es porque su inmoralidad no nos parece tan evidente:

Dejamos que se desarrolle libremente porque no nos escandaliza tanto como antiguamente. Pero no es con disposiciones legales como podrá despertarse nuestra sensibilidad moral. No depende del legislador que un hecho nos parezca o no moralmente detestable. Cuando la ley reprime actos que la opinión pública considera inofensivos, es ella la que nos indigna, no el acto que castiga. Nuestra excesiva tolerancia respecto al suicidio proviene de una generalización del estado de ánimo del que deriva, de modo que no podemos condenarlo sin condenarnos a nosotros mismos; estamos demasiado impregnados de él como para no excusarlo en parte. (p. 192)

El sujeto, antes dotado de una dignidad conferida por sus pares que le generaba algunas solidaridades para con el otro, que, entre otras cosas, no le permitía disponer de su vida (v.g. en Grecia era una deshonra quitarse la vida), a la hora presente es un ente que debe poder disponer de su vida como de cualquier otro elemento de su propiedad.

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[1] Posdoctorando (Universidad Nacional de Córdoba). Doctor en Ciencias Jurídicas (Universidad Nacional de La Plata). Magister en Políticas y Estrategias (Universidad Nacional del Sur). Defensor ante el Tribunal Oral Federal de Bahía Blanca. Docente de Derecho Penal I, Derecho Penal II, Ciencia Política y de la cátedra libre de Política Criminal y Punitivismo (UNS). Docente de la Especialización en Derecho Penal (UNS) y la Especialización en Derechos Humanos, Género y Diversidad (Universidad Nacional de Lomas de Zamora). Defensor de Cámara ante el Tribunal Oral Federal de Bahía Blanca. Correo electrónico: jose.pazoscrocitto@uns.edu.ar. Identificador ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7226-4871.

[2] Constitución pastoral Gaudium et Spes. Disponible en: https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html.

[3] Véase http://www.derecho.uba.ar/derechoaldia/notas/jornada-de-debate-nueva-ley-de-los-derechos-del-paciente/+3440.

[4] Nuestra Constitución nacional no habla de manera directa, específica, clara y concreta del derecho a la vida; recién con la reforma constitucional de 1994 podemos entender que dimana de los artículos 33 y 75.22 de la Constitución, el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, I de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, 19 de la Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos, 2 de la Convención para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, y 8 de la Ley N° 26.061.

[5] Si la esencia del bien jurídico es la relación de disponibilidad, es imposible negar el valor eximente de la aquiescencia; lo contrario es paternalismo estatal. Desconocer la relevancia del consentimiento es desconocer a la víctima (se trata de un argumento constitucional). Separar el bien jurídico de su titular es negar el concepto mismo de bien jurídico. Es un nuevo intento de subordinar a la víctima. Pretender que los ciudadanos usen los bienes jurídicos en determinada forma es no respetar la autonomía de la voluntad ni el concepto personalista del derecho. Se pretende con esto un derecho transpersonal, retornando a la tutela del bien jurídico más allá de la voluntad de su titular: se penan pragmas sin conflictos (violatorio del artículo 19 de la Constitución). Véase Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002).

[6] Corte IDH, “Caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras”, del 29 de julio de 1988.

[7] Por la afirmativa, Silva Sánchez (1987).

[8] Álvarez García (2010) parte de las estructuras de la imputabilidad, y sobre ello exige la capacidad para comprender el sentido y trascendencia de la resolución de la voluntad en relación con el bien jurídico protegido.

[9] Nos inclinamos por esta postura, pero la doctrina no es pacífica. En el sentido postulado, Torres y Pazos Crocitto (2016), también Silva Sánchez (1987). En contra, Soler (1992) y Núñez (1988).